En menos de dos días crucé Japón de norte a sur, uniendo la ciudad de Tottori a la orilla del mar de Japón con la de Kobe a la orilla del océano Pacífico.

Desgraciadamente, ambas ciudades están unidas en su luto por los terribles terremotos sufridos hacía pocos años (2000 y 1995 respectivamente).

Por algún resorte desconocido del subconsciente, a mi mente acudieron fotogramas de aquellas películas japonesas de mi niñez, protagonizadas por monstruos prehistóricos tipo Godzilla que despertaban de letargos milenarios para causar tremendos estragos hasta que eran sometidos finalmente por robots tipo Mazinguer Zeta.

Recorriendo en bicicleta la geografía de Japón comprendí la obsesión de esas gentes con el poder destructivo de la naturaleza. En sus películas, el miedo es sublimado mediante la aparición de robots capaces de derrotar a los monstruos prehistóricos, dragones o descomunales simios.

Sin embargo, el anhelo de que la tecnología acabará por someter a las fuerzas telúricas lo resquebrajaron el par de terremotos de Tottori y Kobe, y lo finiquitó el último y más escalofriante, el de Fukushima. Además, este último terremoto les dio a conocer –nos dio a conocer a todos– otro tipo de monstruo: las centrales nucleares.