Por fin abandoné Benarés y Sarnath. Una eternidad después arribé a Bodhigaya, pero, a diferencia del príncipe Gotama cuando llegó a ese mismo lugar hacía veinticinco siglos, en lugar de sentarme a meditar bajo un árbol, me derrumbé en una habitación alquilada en uno de los varios monasterios que sobreviven en aquellos parajes gracias a esta fuente de ingresos.

Un templo piramidal erigido al lado de un descendiente de la higuera junto a la que el príncipe lograra la iluminación conforman el centro neurálgico de Bodhigaya, alrededor del cual se asienta una plétora de monasterios de todas las tradiciones budistas, con las arquitecturas y hábitos distintivos del país de origen.

Al cabo de varios días de pulular por los diferentes templos, decidí sentarme a meditar bajo el árbol sagrado, un enorme ejemplar de ficus religiosa descendiente del original. Aunque estaba acostumbrado a meditar durante al menos una hora, en el lugar en el que imaginé sentiría algo especial, apenas conseguí permanecer sentado diez minutos. No hubo manera de centrarme. Resultó ser una de las experiencias más frustrantes de todo el periplo por la India.

Decidí reanudar mi viaje en dirección a lugares menos concurridos; sin embargo, una concatenación de sucesos me retuvieron en Bodhigaya durante varios días, como veremos.