El retiro de meditación de tres días que realizaba todos los meses en un templo de la región montañosa situada entre Kioto y Nara (ver post) no sería el único que atendería durante los tres años que viví en Japón.

Nunca olvidaré un retiro invernal en un templo de la región norteña de Niigata, tanto por los personajes como por las circunstancias. El monje regente parecía un corpulento dragón con la línea del pelo sobre la frente formando un pico agudo en el centro, que me aseguró era capaz de introducirse en un pequeño recipiente. Uno de sus hermanos era un ser regordete sumamente cándido con aspecto de deidad no muy inteligente. La única ocupación de su hijo,[1] de igual aspecto dragoniano, era heredar el templo, e introducir ingentes cantidades de comida en un cuerpo escuchimizado.

Entre los asistentes figuraban un luchador de kárate cuya boca parecía una puñalada sin cicatrizar y que me recordaba a un titán; un general retirado de muy corta estatura que monopolizaba todas las conversaciones con voz autoritaria y aspavientos de unos brazos que carecían de la articulación de los codos; un estudiante de movimientos simiescos; un ser fofo y fantasmagórico que la última noche se emborracharía y no dejaría dormir a nadie con sus ululares; y dos seres oscuros y mal encarados que durante los diez minutos de parada entre cada periodo de meditación se metían corriendo en la habitación de la estufa a fumar, beber sake y reír maliciosamente.

A la conclusión de la semana del retiro tendría lugar una celebración con todo tipo de suculencias, especialmente generosa en sushi y cerveza. En el clímax de lo esperpéntico, se nos uniría una arpía, de entre quince y setenta años de edad, a bailar alrededor de todos, y quien terminaría haciendo arrumacos con el titán.

Ahora sospecho que la verdadera razón por la que yo participé en tan esotérico zoo no iba más allá de la necesidad del cromo del espécimen humano con el que completar el álbum de todas las posibles formas de existencia citadas para tan singular evento (dioses, dragones, titanes, arpías, humanos, animales, fantasmas y seres infernales).

El único “ser normal” era un muchacho esbelto y diligente, encargado de que todo aquel tinglado resultase viable, y cuyas funciones iban desde preparar las comidas y limpiar hasta el apaciguamiento del fantasma. Además, a mí me proporcionaría una habitación separada de los humos y voces del resto, y en todo momento se preocupó de que no me faltase comida vegetariana o una manta extra. ¿Sería el ejemplar del bodisatva?


[1] A finales del siglo XIX, durante el periodo imperial conocido como Meiji, y en aras de la modernización del país, el celibato fue prohibido en Japón por decreto, como consecuencia de lo cual, hoy en día, los denominados monjes japoneses están en su mayoría casados.