Durante los tres años que viví en Japón, mi principal actividad de fin de semana satisfacía dos aficiones: viajar y el arte sacro. Nada complicado de combinar gracias al número de monasterios budistas y santuarios sintoístas que hay en las islas. Además, el shinkansen (tren bala) y la ubicación central de Nagoya me permitían plantarme en pocas horas en casi cualquier punto de la geografía nipona.

Como consecuencia de la fértil polinización cruzada entre el Dharma -proveniente de la India vía China y Corea en el siglo VI- y el animismo autóctono, distinguir los templos budistas de los sintoístas no es fácil; de hecho, la mayoría de los japoneses se sienten cómodos identificándose a la vez con ambas tradiciones.

La capacidad de asimilación de este pueblo queda reflejada, por ejemplo, en la nada rara ocurrencia de que las tres efemérides principales de toda la vida: nacimiento, boda y muerte, sean celebradas mediante los ritos sintoísta, cristiano y budista respectivamente. La asociación entre nacimiento y diosas de la fertilidad justifica la elección de rituales sintoístas para celebrar el nacimiento; la asociación entre muerte y renacimiento justifica los rituales budistas; ¿pero qué justificación habría para la elección de bodas cristianas? La respuesta es descorazonadora: ¡el glamur de los vestidos blancos de la novia!

Desde el punto de vista arquitectónico, las antiguas capitales, Kioto y Nara, poseen los templos, jardines y pagodas más monumentales y vistosos, diseminados como piedras preciosas incrustadas en un medallón en la primera, y concentrados como un gran brillante en la segunda.

Las veces que ejercí de Cicerone ante visitantes extranjeros solía elegir Kioto como destino obligado, y a su templo Sanjusangendo como atracción principal. Si treinta y dos latas de sopa Campbell causan gran impacto estético, ¿qué no conseguirán mil estatuas casi idénticas y de tamaño real de un bodisatva? Me divertía observar de refilón a mis acompañantes accediendo al templo, pues a todos –como a mí la primera vez– las mandíbulas se les aflojaban y las cejas se les arqueaban. La viva imagen del asombro.

Afortunadamente, Kioto fue respetada por las bombas americanas y hoy la humanidad todavía puede contar con tan irrepetibles joyas entre los haberes de su patrimonio.