Boudanath

Me alojé en un hostal a las afueras de Katmandú próximo a Boudanath, una de las estupas más grandes del mundo. Las gentes de ese barrio son en su mayoría refugiados tibetanos, incluida una amplia comunidad monástica distribuida en decenas de gompas (templos budistas tibetanos). Cuando anochece, monjes y laicos forman una colorida procesión que circunvala la estupa en el sentido horario, caminan con una mano pasando cuentas del rosario y con la otra girando matracas insonoras rellenas de mantras.

Comenzaba el día levantándome temprano para acudir a alguno de los numerosos gompas, donde me sentaba a meditar arrullado por los cánticos de los monjes, y acababa el día circunvalando la estupa. Las horas intermedias las dedicaba a disfrutar del ambiente de Katmandú, con barrios para todos los gustos, aunque yo frecuentaba el más antiguo, un museo al aire libre.

Bhaktapur Durbar, el templo Nyatapola es el más grande

Durbar es el término local empleado para Corte, de las que existen tres en el valle, derivadas de los tres reinos feudales que se lo repartían: Katmandú, Patan y Bhaktapur. Cada durbar es un mundo de edificios de planta variada que combinan piedra, ladrillo y madera, rematados con varios tejados y decorados con todo tipo de relieves y motivos. En ninguna otra ciudad como en Bhaktapur he tenido la sensación de caminar dentro del sueño de alguien, ¿quizás de la diosa que vive en la esbelta pagoda Nyatapola?

Además de los tres durbars, en Katmandú destacan dos estupas, una es la ya mencionada de Boudanath y la otra es Swayanbhunath. Cuenta una leyenda que Swayanbhunath se levanta sobre la cabeza de un bodisatva con greñas y piojos (los árboles hacen de greñas, y los monos que viven en ellos de piojos). Leyenda o no, el caso es que todas las construcciones, esculturas y adornos que se agolpan es su parte superior parecen salidos de la cabeza de alguien con imaginación delirante, fantástica, maravillosa. Simbolismo en estado puro.

Swayanbunath

Cierto día me colé en un precioso edificio del centro de la ciudad atraído por un melodioso cántico coral. Mientras disfrutaba de la música rodeado de aquella arquitectura tan magnífica, me imaginaba en algún reino celestial. Tardé en descubrir que, en realidad, ¡me había metido en el patio de un manicomio! Confieso que solo me di cuenta cuando los integrantes del inusual “coro” dejaron de cantar. ¡El poder de la música! La transformación fue radical, los había realmente de atar.

Por último, no puedo dejar de mencionar el templo hindú Pashupatinath y alrededores, un atracón para los sentidos. Algunos de sus estímulos son: sadhus o santones mendicantes con las caras y el cuerpo pintados o cubiertos de cenizas; mujeres envueltas en coloridos sharis; cánticos rituales; olor a incienso (y a “barbacoa” proveniente de las cremaciones); puestos de chai (té negro con leche hirviendo)… Y también monos, como el que me arrebató la manzana que me estaba sabiendo a gloria.