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Este blog lo inauguré el 11 de marzo de 2011, pero durante varios días apenas si pude escribir nada, conmocionado como quedé al leer las noticias del devastador terremoto y tsunami que ese día golpeó Japón. Yo además tengo el agravante de haber vivido en aquellas islas varios años (tres), de cuyas gentes guardo muchos gratos recuerdos y unos pocos amigos.

Leo en las noticias que los japoneses no lloran, pero los periodistas no matizan del todo que no lo hacen en público –ni llorar ni cualquier otra muestra de afecto– como es costumbre en occidente, lo que no significa en absoluto que no sientan exactamente lo mismo.

Las cifras de muertos ya nadie las mira, y que sean 10.000 o 20.000 no causa mayor sensación. Al horror de las pérdidas humanas se le añade el desastre nuclear.

Acabo de leer que en Europa pretenden cerrar las centrales nucleares que no superen cierto examen de resistencia. La prepotencia del ser humano es tal que todavía no entiende que no existe nada que no sea infalible, ni en la vida, ni en la naturaleza y mucho menos en las obras del ser humano. Solo cuando entendamos profundamente este principio podremos darnos cuenta del descomunal riesgo que entraña una concentración tan elevada de peligro. ¿Puede alguien realmente evitar que un avión se estrelle contra una central nuclear en lugar de contra un rascacielos? ¿O que otro terremoto o calamidad natural no afecte de igual o peor modo a cualquiera de las centrales nucleares diseminadas por el mundo?

No deberían existir lugares donde la concentración de un poder de destrucción sea tan elevado, porque solo hace falta un único accidente para que el daño a la vida en este planeta sea irreparable.

Por otro lado, ¿cómo nos sentiríamos nosotros si las antiguas civilizaciones -los romanos, o los aztecas o los constructores de megalitos- hubiesen dejado cientos de piscinas llenas de materiales radioactivos? Esa será la herencia que dejaremos a los habitantes del futuro, si es que los hay.

Las centrales nucleares pertenecen a la era de la prepotencia industrial del siglo pasado, como el petróleo y el carbón. Solo sirven para generar una energía que enriquece a los pocos que la controlan. ¿Por qué han de ser siempre las compañías energéticas las que más dinero ganan? Debemos dar un paso adelante como sociedad hacia formas de producción de energía más democráticas, menos agresivas, más deslocalizadas, más limpias, y más generadoras de riqueza repartida entre muchos en lugar de acumulada en unos pocos.

No debemos dejarnos engañar por los que defienden el actual monstruo energético a costa de agitar el espantajo de la recesión económica, la subida de precios o el desempleo. Su verdadero miedo es perder su privilegiado estatus.

Si cada una de nuestras casas, coches y empresas fuese responsable de la energía que consume, lo que veríamos sería un florecimiento económico, muchos nuevos y diferentes puestos de trabajo relacionados, y sobre todo una sana competencia creativa por lograr fuentes de energía más limpias, locales y respetuosas con la vida.

Deseo con todo mi ser que la tragedia de Japón se resuelva sin mayores consecuencias y que el desastre nuclear sea controlado, pero al mismo tiempo deseo que sirva para hacernos reflexionar sobre nuestro futuro, sobre el modo en el que queremos vivir. Los ciudadanos del mundo debemos levantar nuestras voces contra la miopía de los gobiernos y la avaricia de los de siempre.

Hay una fecha en mi vida que difícilmente podré olvidar, el 26 de diciembre de 2004, el día en el que me ordenaba como novicio. Pero esa no fue la única razón por la que se quedó grabada indeleblemente en mi corazón. A la vez que yo hacía mis votos de obediencia, pobreza y castidad en un monasterio budista de California, en el otro lado del planeta se producía uno de los maremotos más devastadores de todos los tiempos. Durante la ceremonia, las costas de Indonesia y de otros países vecinos eran barridas por una colosal ola que se llevaba la vida de más de 200,000 personas. En mi subconsciente, las gigantescas olas de mis votos y las del océano se solaparon para dar como resultado un inesperado armónico, la profunda realización de lo frágil e impredecible que es la vida.

Ese día yo también moría, pero de un modo muy diferente al de todos aquellos que esa mañana se levantaron para trabajar, o para disfrutar de un día más de vacaciones en unas playas tropicales, sin saber qué ese sería el último. Con la cabeza afeitada, cubierto del hábito monástico, con un nuevo nombre y un cambio radical en mi modo de vida, la comparación con la muerte y el renacimiento se entiende ahora que no sea tan exagerada; después de todo, los rituales iniciáticos de cualquier tradición espiritual buscan precisamente eso, la muerte y el renacimiento simbólicos del candidato a ser iniciado.

Aunque cuatro años después decidí no tomar los votos de monje, mi vida no volvió a ser la misma que la que fue antes de esa ceremonia. Desde aquella fecha, cuando me levanto cada mañana, lo primero que hago es juntar las palmas de las manos y dar gracias por disponer de un día más en el que poder intentar (y fracasar la mayoría de las veces) hacer algo positivo con mi vida.

Algunas veces la vida se muestra tan dura, o simplemente anodina, que al despertar cada mañana podemos sentir justo lo contrario, un nuevo día en el que retomar un montón de viejas preocupaciones, o un día más de una vida sin sentido. Yo pensaba así cuando la vida me mostraba su cara menos dulce. Sin embargo, ahora, a pesar de que los palos siguen cayendo con regularidad, los tomo de otra manera, y hasta trato de ver qué puedo sacar en limpio del dolor, la vergüenza, el arrebato, la desidia o lo que quiera que sea que en ese momento consigue desestabilizarme. Poco a poco, las caras dulces y amargas de la vida ya no aparecen tan diferenciadas.

Sin duda, una práctica regular de la meditación ayuda a ver las cosas con una perspectiva mucho más objetiva, menos emocional y seguramente más acertada en las respuestas. Todos podemos despertarnos cada día no tanto para bregar como para aprender. La vida es una escuela y la mayoría somos repetidores.

Esta nota es una reflexión personal propiciada por la tragedia de Japón, sobre la que escribiré la siguiente nota como una reflexión social.

carátula CdZ
Arriba: Novela.
Abajo: Trilogía.

mme

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Marineros de piedra
"Un libro extraordinario que revoluciona la historia".
-Gavin Menzies, autor de 1421 y The Lost Empire of Atlantis

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