Las vistas nocturnas sobre Gangtok eran espectaculares. Hasta su pobre iluminación pública –con frecuentes apagones de barrios completos– simulaba una red de perlas.

Contemplando uno de esos anocheceres, mientras departíamos en la terraza del hostal con una pareja de holandeses, una enorme nube de evolución nocturna comenzó a cubrir todo el valle de Gangtok hasta transformarse en un dragón al que no le faltaba detalle: cabeza con cuernos, largo cuello y cola curvada. Los cuatro nos quedamos fascinados. Comprobar que yo no era el único “chiflado” que veía dragones me produjo una secreta satisfacción.

La ceremonia Kalachakra realizada en el monasterio de Rumtek duró una semana. Finalmente, el mandala que la presidía debía ser destruido.

El Lama principal, mediante un artefacto litúrgico con forma de ocho tridimensional llamado “vajra” –literalmente relámpago– trazó una raya en la arena por el lado orientado hacia el este del mandala hasta su centro. Inmediatamente después, sus ayudantes desbarataron la efímera obra de arte por completo, amontonando la arena en su centro. Uno a uno los monjes se rociaron un pellizco de arena sobre la coronilla.

Yo observaba la ceremonia desde un rincón. Una vez ungidos los monjes, el Lama me indicó con su mano que me acercase, invitándome al arenoso bautizo. Con el último de los pellizcos de arena todavía sobre mi despejada coronilla, regresé al hostal, feliz y agradecido.

Desde entonces, la equivalencia entre los ciclos del cosmos y los que rigen nuestras vidas (el significado de Kalachakra) ha sido una fuente de inspiración para todo lo que hago. Nuestra mente ordinaria es incapaz de explicar la sabiduría que encierra la ceremonia Kalachakra, como otras muchas considerada una reminiscencia supersticiosa.

Desafortunadamente, estamos perdiendo la verdadera sabiduría heredada de nuestros ancestros, sustituida por embelecos tecnológicos que desconectan la vida del sustrato espiritual que le da propósito.